Era costumbre, y sigue siendo todavía en buena medida para mucha gente, celebrar en Jaén el día de Todos los Santos, el 1 de noviembre, con una gran cena familiar de casi la misma importancia que la de Navidad. Antiguamente ese día el sonido de las campanas dominaba toda la ciudad. Desde las tres de la tarde, después de los credos, doblaban a muerto en la catedral, en las iglesias, en los conventos; lentas, reiterativas, las campanas se hacían dueñas de la población y encogían los ánimos; también durante la noche, y en lo alto de las torres los campaneros encendían fuegos que arrojaban siniestros resplandores.
Las visitas al cementerio, el desfile de coronas y de flores, de mantos y lutos, los responsos entre las tumbas, las carteleras de “Don Juan Tenorio”, todo contribuía a impresionar, a predisponer a las gentes para conmemorar el inmediato día de los Fieles Difuntos y asistir a las tres misas de privilegio.
Por las calles de la ciudad se situaban las castañeras, los paveros y los vendedores de mieles. Después de cantadas en los templos las vísperas de difuntos, las familias se reunían para rezar el rosario, comenzar la novena o el mes de ánimas. Se juntaban en casa de los abuelos o de los padres, si aquéllos faltaban, y se encendían lamparillas, una por el alma de cada allegado, otras por todos los difuntos. También se prendían las mariposas, muchas veces puestas dentro de las calabazas y melones ahuecados que tanto les gustaban, y gustan, a los niños para pasearlos por las calles. Y con ocasión de estas reuniones familiares se cenaban los platos propios del otoño. Una sopa sustanciosa, una verdura y el pavo de los Santos, acompañado de las primeras aceitunas de cornezuelo y de buenos vinos, y de postre castañas y batatas asadas, y las gachas con picatostes; luego se incorporaron dulces como los huesos de santo o los buñuelos. Después de la cena tan copiosa el tiempo transcurría entre los recuerdos de los que se fueron, hasta el momento de irse a dormir en una noche que para muchos era de sobrecogimiento y temor. El miedo a las almas errantes hacía que en la noche de vísperas del día de difuntos las gentes taparan las cerraduras de las puertas con las típicas gachas, para así evitar que en aquella inquietante noche entraran por ellas a sus casas.
Y este recuerdo de los queridos difuntos se estiraba devoto durante todo noviembre en una ciudad en donde había muchas cofradías dedicadas a las benditas Ánimas del Purgatorio; era el mes de Ánimas, el dichoso mes, que entra con los Santos y sale con san Andrés.
El tiempo fue suavizando las costumbres de aquel día, los rezos empezaron a relegarse y la cena fue perdiendo su carácter solemne y de tristes o respetuosos recuerdos. Y ahora solo queda una sombra de esta tradición, tan presionada por superficiales y comerciales costumbres estadounidenses, pero a pesar de todo sigue sobreviviendo y teniendo su encanto… Por cierto, parece ser que el hecho de hacer una gran cena familiar era costumbre peculiar de la ciudad de Jaén y no de otros lugares del entorno, teniendo un origen y motivación desconocidos pero de raiz muy popular… Quizás habría que remontarse al Samaín…
El Samaín, como se dice en Galicia, o Samhain para los británicos o Samonios para los galos, es la festividad de origen celta que está en la base de las tradiciones de los días de Todos los Santos y de Difuntos. Era la más importante de la antigua religión que no solo hay que considerar celta y que dominó Europa hasta la llegada e imposición del cristianismo a partir de finales del siglo II, celebrándose en tiempos más recientes siempre en la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre pero que originalmente abarcaba tres noches que oscilaban alrededor del 5 de noviembre, en medio del equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, cuando hubiera Luna llena. En el Samhain, que en su etimología gaélica significa “fin del verano”, se celebraba el final de la temporada de cosechas y sobre todo el Año Nuevo celta, que comenzaba con la estación oscura o invernal de seis meses que duraba hasta primeros de mayo; además era la fecha clave para reverenciar a los antepasados. Por tanto, era una fiesta de transición, por el paso de un año a otro, y también de apertura al otro mundo, el de los muertos, con una serie de festividades que duraban tres días con sus noches y que finalizaban con la fiesta de los espíritus en la noche de Luna llena, y con ello se iniciaba el Año Nuevo.
Los celtas celebraban esta fiesta con ritos en los cuales los sacerdotes druidas, sirviendo como médium, se comunicaban con los antepasados esperando su guía en esta vida o la preparación para la otra en el Más Allá. Se creía que los espíritus de los ancestros venían en esa fecha a visitar sus antiguos hogares y la comunicación con ellos era más fácil. Se encendían velas y se dejaban en las habitaciones o en las ventanas para ayudar a guiar al hogar a los espíritus de los antepasados y de los seres queridos fallecidos. Incluso algunos ponían más sillas en las mesas y alrededor de las chimeneas para los invitados invisibles. En algunos sitios se preparaba una comida especial para los difuntos, que solía ser algún tipo de pastel o torta. Para los espíritus perdidos o que no tenían descendientes se ponían manzanas en las calles y en los caminos, y para mantener a otros espíritus contentos y alejar a los malos de sus hogares dejaban comida fuera, en las puertas o en los altares. Se vaciaban nabos o melones, posteriormente también calabazas tras el descubrimiento de América, para ponerles velas dentro como recordatorio de los difuntos y hacer una especie de procesión de almas. Algunas de estas costumbres siguen vivas con el sabor original en zonas de Galicia (donde ya se ha dicho se llama Samaín) y también de León, Zamora y el norte de Cáceres. Y Samhain o Samonios es como se llamaba para los antiguos celtas su primer mes del año, el que ahora es el mes de noviembre, con lo que todo el mes podría estar dedicado a las ánimas, como era costumbre en Jaén.
En la mitología celta, los áes sidhe o pueblos feéricos, es decir, de las hadas, también celebraban Samhain y dejaban más abierta la posibilidad de interactuar con los humanos. En la víspera de noviembre las hadas, de aspecto y altura humanos, podían tomar maridos mortales y se abrían todas las grutas de las hadas para que cualquier hombre que fuera lo suficientemente valiente pudiera entrar y admirar sus palacios llenos de tesoros. Pero eran muy pocos los hombres que se aventuraban voluntariamente en aquel reino encantado, pues sentían por las hadas un gran respeto mezclado con temor.
De esta manera, en Samhain o Samaín se abría el portal hacia el mundo de los muertos y otras dimensiones, era el momento perfecto para la comunicación, la adivinación y las invocaciones.
Extraído de uno de los capítulos del libro "Jaén paranormal".